Twitter y la política
¿Qué tienen en común Daniel Scioli, Amalia Granata y Luis Otero? ¿Qué une a Miguel del Sel con el recientemente fallecido Carlos “Lole” Reutemann y la mediática Cinthia Fernández? Ni más ni menos que una de las palabras que más estremecen a los consultores políticos al momento de darle buenas o malas noticias a sus clientes: el posicionamiento.
Técnicas para medirlo hay varias, algunas más serias que otras; definiciones teóricas del fenómeno también se pueden encontrar con suficiente variedad, pero en última instancia y explicado con sencillez, el posicionamiento no es otra cosa que el reconocimiento real, efectivo y medible que obtiene un candidato al momento de ser sondeado en la población.
¿Por qué el posicionamiento es tan importante? La mediatización de la política es a esta altura una verdad que abandonó el espacio teórico para asentarse con firmeza en el campo del mero sentido común. Si bien pensadores de la talla de Giovanni Sartori o Jürgen Habermas pudieron adelantarse a la descripción del fenómeno y sus consecuencias, que el entramado político actual se encuentra profundamente enlazado con los grandes medios de comunicación es algo que puede afirmarlo con la misma contundencia un gran consultor como un aficionado del métier. En tal sentido, la política ya no es de ningún modo ajena a las reglas que alguna vez imperaron también con profunda crueldad sobre los artistas: sin que el público te conozca, no hay espectáculo posible.
No vale concluir de lo anterior que el posicionamiento o popularidad de un candidato no haya sido importante antaño. Sin embargo, la mediatización de la sociedad ha crecido tanto como ha decrecido la gravitación de las instituciones políticas tradicionales y la concomitante identificación que el electorado solía tener con ellas.
Nuevamente, dicho de forma sencilla, cuanto más se ha personalizado la política más ha decaído la aparente primacía de los partidos políticos al momento de instalar figuras (aunque como afirmaré luego, no por esto son hoy menos importantes). Y, por tanto, gran parte de la elección de un candidato hoy en día tiene mucho más que ver con que sea medianamente famoso, que con virtudes políticas clásicas, como el liderazgo, la oratoria, la capacidad de negociación o, incluso, su propuesta o visión para el futuro.
A este fenómeno, en el último tiempo, se ha sumado el advenimiento de las redes sociales, y frente a ellas, incluso los medios de comunicación masiva se han debido arrodillar cada día más, al punto de que hoy pueden observarse esfuerzos denodados de grandes medios tradicionales por intentar penetrar en ese espacio virtual en el que los outsiders supieron picar en punta.
Dentro de las redes sociales, una en particular ha adquirido con el paso del tiempo, tanto a nivel global como en nuestro país, el carácter de red política. Refiero sin dudas al famoso pajarito azul, espacio en el cual en 280 caracteres (aunque las versiones recientes permiten concatenar mensajes y ampliar este límite), millones de usuarios debaten sobre infinidad de temas, pero, sobre todo, de política.
Por todo lo dicho anteriormente, y como no podía ser de otro modo, también esta red se ha convertido en un vector de posicionamiento. De tal modo, ya en las últimas elecciones en nuestro país, varios twitteros han sido considerados con cierta seriedad para ser parte de las opciones electorales, y nuevamente en este próximo cierre de listas, otros varios están siendo evaluados, especialmente en los espacios políticos que tienen la voluntad de ofrecer opciones menos tradicionales tanto en los sectores de izquierda como de derecha.
Hasta aquí algo de la descripción del fenómeno. Analicemos brevemente ahora algunas de sus limitaciones y consecuencias.
En primer lugar, si bien las estadísticas que provienen de la plataforma indican que en Argentina existen cerca de 5 millones de usuarios en esta red, en lo concreto es sumamente difícil saber qué cantidad de esas cuentas son reales y cuantas son meras creaciones ficticias orientadas simplemente a influir en la misma. Al mismo tiempo, por sus características propias,
Twitter es una red de elites, aunque las más de las veces sus miembros siquiera sean conscientes de ello. En tal sentido, los temas que se tratan, los códigos lingüísticos que se manejan, la casi completa ausencia de imágenes (con excepción de los famosos memes), y la limitación de caracteres para expresarse, hacen de esta plataforma un espacio de unos pocos que sufren la ilusión de estar representando a otros muchos.
Este primer punto del análisis debiera encender las alarmas de quienes creen que un usuario con gran cantidad de seguidores en la red es un sujeto bien posicionado, y esas alarmas debieran convertirse en sirenas aullantes para quienes creen a su vez que tal sujeto es representativo de la población de un país que ostenta con tristeza un 72% de jóvenes por debajo de la línea de la pobreza en su provincia más poblada y representante de una población cuya capacidad para interpretar texto es cada año peor.
En segundo lugar, los medios de comunicación pueden funcionar para catapultar candidatos que podrán luego traccionar listas y lo mismo ocurre con aquellos que surgen hoy en día de las redes sociales, pero hasta el extremadamente mediático y acaudalado Donald Trump, debió adecuarse de alguna manera al sistema político de su país y converger en el centenario Partido Republicano, que no necesariamente lo recibió con los brazos abiertos en un comienzo.
Algo similar sucede con el joven Nayib Bukele, actual presidente de El Salvador, quien ha hecho de Twitter su plataforma preferente al momento de comunicar decisiones de gobierno e incluso dar órdenes a sus ministros, pero que no pudo evitar años de militancia y experiencia de gestión efectiva dentro del tradicional partido salvadoreño, Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
¿Por qué señalo esto? Porque resulta sumamente ingenuo considerar que una persona sin apoyo institucional de ningún tipo, sin equipo, sin formación política, sin conocimiento específico del lenguaje de ésta y sin un partido concretamente asentado, podrá gobernar siquiera una pequeña intendencia de algún lugar remoto de nuestro país con un mínimo de efectividad.
Quienes se entusiasman de este modo, confunden las más de las veces de buena fe, la difusión de ideas políticas con la materialización de éstas. Creen que porque alguien twittea cosas razonables (o razonables en un contexto no representativo, lleno de sesgos y eslóganes a priori), puede luego convertirse de prepo en un político profesional. Alguno dirá también, asentado sobre todo en ese razonable espíritu creciente de anti política, que lo que justamente el país necesita son outsiders sin experiencia que quieran patear el tablero.
Lo que no descubren aun, es el principio básico que señala que hasta para desarmar un aparejo de alta complejidad como es el Estado, es necesario estar algún tiempo cerca de él y entender cómo realmente está construido.
Así las cosas, Twitter puede estar dañando al sistema político más de lo que parece, inundando las opciones electorales que nacen con buenas ideas y nuevos bríos, de sujetos que pueden funcionar muy bien en un ámbito virtual, pero que luego son absolutamente incapaces de lograr consensos, organización y liderazgo en el mundo real.
Como en un excelente ejemplo del sumamente estudiado fenómeno de la selección adversa, se otorga gravitación creciente a quienes, quizá justamente por una limitación personal, se han concentrado en el mundo virtual con el objetivo de conquistar voluntades, para luego solo estrellar dichas expectativas contra el muro de la realidad.
En suma, aún en el 2021 sigue siendo importante el armado de bases, la institucionalización de reglas y prácticas, el contacto personal, la fidelización de militantes, la capacitación de cuadros y el armado territorial para convertir toda esa energía que permanece en potencia, en política y poder real. Por tanto, las redes podrán sin duda ser medios importantes e incluso hasta fundamentales para llegar a los votantes, especialmente los más jóvenes, pero por un buen tiempo más, no podrán reemplazar de ningún modo todo eso que es necesario luego para transformar la realidad.