Un robo de obras de arte, relacionado con la ruta del dinero de los genocidas que ansían la libertad
La navidad de 1980 cuatro ladrones ingresaron al Museo Nacional de Bellas Artes y se llevaron obras valuadas en 20 millones de dólares de la época. Dos años después, un atraco similar sufrió el Museo de Arte Decorativo de Rosario. Los ladrones pertenecieron a la banda de Aníbal Gordon: parte del botín habría sido canjeado por armas con un traficante taiwanés. En toda la operación, el sello inconfundible de Raúl Guglielminetti y la ruta del dinero sigue sus pasos hasta hoy.
El 25 de diciembre de 1980 la mayoría de las familias argentinas se reunieron para celebrar la Navidad. En muchos de esos hogares había sillas vacías; hijos, sobrinas, tíos o vecinos que no volverían festejar ni esa navidad ni ninguna. Por televisión y en cadena nacional, Jorge Rafael Videla había dado uno de sus últimos discursos como presidente: en marzo lo sucedería Roberto Eduardo Viola.
Con tono marcial, Videla dijo: "Pronto harán cinco años que nosotros, el pueblo argentino, transitamos un tiempo histórico decisivo para nuestra condición de sociedad nacional, después de años y años huérfanos de auténticas y leales soluciones. Un tiempo en el que los argentinos aceptaron una cuota singular de sacrificios para recuperar la tranquilidad y la seguridad perdidas".
Mientras esto sucedía un grupo de hombres, lejos de fiestas y discursos, se preparaba para dar el atraco más grande en la historia argentina: el robo al Museo Nacional de Bellas Artes, en el corazón de la Ciudad de Buenos Aires.
Después de medianoche del 25, decenas de transeúntes iban y venían por la Avenida del Libertador al 1400. Sin embargo nadie notó algo fuera de lo común en el enorme edificio del Museo que, por entonces, estaba en obras de refacción: la fachada y sus laterales estaban cubiertos de andamios y estructuras enlonadas que tapaban las entradas y los focos de iluminación. En una casilla de chapa que oficiaba de obrador, dormía Buenaventura Pereyra, un viejo albañil que cuidaba los materiales y las herramientas de obra de posibles rateros.
A la una de la mañana, cuatro hombres treparon por los andamios y se metieron por una puerta del primer piso, invisible desde la calle. Las alarmas estaban desactivadas y a la superficie total de 8800 metros cuadrados que albergaban más de 12 mil obras de arte millonarias la custodiaban, esa noche, dos hombres desarmados. Generalmente eran tres, pero uno estaba de vacaciones. De los dos que quedaron, uno era un trabajador veterano del Museo, Eusebio Eguía. El otro, un bombero de la Policía Federal, Anselmo Ceballos.
La razón de la presencia de un bombero era porque cuatro años antes los capitostes de la dictadura consideraron que el Museo podía ser blanco del terrorismo, por lo que un bombero era imprescindible en caso de que atentaran con una bomba.
Esa noche Eguía y Ceballos habían comido un pollo, tomado vino y jugado a las cartas en la cocina del subsuelo y luego de una recorrida se habían tirado a dormir. El primero en detectar humo fue el viejo Pereyra: cubría toda la planta baja y salía por algunas hendijas. Corrió a buscar al bombero y al sereno. No había llamas, solo humo y olor a plástico quemado. Eran casi las cinco de la mañana.
Cuando llegaron a la sala Santamarina, del primer piso, estaba vacía. Se habían evaporado trece obras de Gauguin, Renoir, Rodin, Cezanne y Matisse por valor de veinte millones de dólares. Esa sala se había inaugurado ese mismo año y los ladrones fueron precisamente allí. Sabían muy bien qué robar: las obras de la colección de Mercedes y Antonio Santamarina que no estaban aseguradas.
Estuvieron en el edificio cuatro horas sin que nadie los moleste y pudieron quitar las telas de los marcos sin afectar la pintura, enrollaron los lienzos y los metieron en tubos. Pero no solo robaron piezas pictóricas, también se llevaron objetos de porcelana y jade, que embalaron a la perfección con espuma y viruta en cajas del mismo depósito del Museo. Conocían el lugar como la palma de su mano.
Esa misma madrugada la policía detuvo a Eguía y Ceballos y al responsable de la obra, un tal Félix Villalba. Los llevaron a la Comisaría 19 donde los golpearon y picanearon. Fue tal la tortura que Eguía pedía a gritos que lo matasen e intentó hacerlo él mismo cortándose las venas con el cierre del pantalón. Jorge Celedonio García, el sereno que reemplazó a Eguía, también fue secuestrado y torturado.
Samuel Paz Pearson era el curador del Museo y fungía como eventual director. Miembro de una familia patricia y con vínculos directos con Nelly Arrieta de Blaquier, la directora de la Asociación Amigos del Museo y esposa del dueño del Ingenio Ledesma, Carlos Pedro Blaquier, pensó que él corría con ventaja con respecto a sus compañeros de menor escalafón. No fue así: a fines de febrero del 81 lo secuestraron en la calle. La tortura fue tan brutal que nunca más volvió a caminar sin la ayuda de un bastón.
Horacio Mosquera, el fotógrafo del Museo, corrió la misma suerte: secuestro, tortura, interrogatorios. Mientras lo picaneaban, le preguntaban "para que militar trabajás". Daba la impresión que era una disputa entre bandas por el botín.
La jueza Laura Damianovich de Cerredo llevó la causa y la investigación: intentó hacer una reconstrucción infructuosa y le entregó marcos y clavos -materiales probatorios imprescindibles- a los subinspectores Héctor Rubén Galeano y Bernardo Pablo Chaumont. La jueza los conocía bien, solía verlos en el centro clandestino de detención conocido como "Pozo de Banfield" y que funcionaba en la Brigada de Investigaciones de esa ciudad, a donde ella solía ir para ver si algún prisionero se había "ablandado".
Galeano y Chaumont, cinco años después, participaron del secuestro a Osvaldo Sivak, pues desde la dictadura formaban parte de la Banda de Aníbal Gordon y reportaban al Batallón 601. Como todo queda entre amigos, seis meses antes del robo y por mediación de Nelly Arrieta de Blaquier, la empresa de seguridad "Magister" se hizo cargo del refuerzo de la seguridad del Museo, específicamente para la muestra "El oro de Colombia". Magister tenía un dueño: Otto Paladino, hombre de la Triple A que Videla había nombrado al frente de la SIDE y que al retirarse, a fines del 76, se dedicó a la seguridad privada.
Como director de la SIDE Paladino controlaba a los grupos de "Operaciones tácticas", los grupos de tareas de mano de obra lumpen y ases del secuestro y el choreo. Cuando armó Magister, empleó fundamentalmente a personal del grupo OT 18, especializado en "canalizar botines de guerra", es decir, en tasar, cuidar y vender joyas, inmuebles y autos que los militares les robaban a quienes luego se convertirían en detenidos desaparecidos. Si bien Magister era su empresa, no estaba a su nombre: como propietarios aparecen su esposa, su hija, su yerno Eduardo Ruffo (delincuente genocida de Automotores Orletti junto a Paladino y Gordon) y Adriana Gordon, hija de Aníbal.
El robo al Museo Decorativo de Rosario
Mientras la causa del robo del Museo de Bellas Artes pasaba de juzgado en juzgado, el 2 de noviembre de 1983 otro robo de arte llegó a la tapa de los diarios. Faltaba poco más de un mes para el regreso de la democracia pero aún -y así sería por unos años más- la impunidad regía los destinos.
Mientras el portero del Museo de Arte Decorativo Firma y Odilo Estévez baldeaba la vereda, tres tipos vestidos de mameluco lo encañonaron y lo hicieron entrar. A las dos empleadas las redujeron sin problemas. Rápidos, fueron en procura de algunas obras de arte precisas: cinco obras de artistas españoles que quitaron de sus marcos, enrollaron y se llevaron. Eran obras de El Greco, Goya, José de Rivera, Alonso Sánchez Coello y una última de Murillo, todas valuadas en trece millones de dólares.
Como en el caso del robo al Museo de Bellas Artes, la investigación no condujo a nada y si bien lograron capturar a los hombres de mameluco, a los pocos días terminaron en libertad. Doce años después, y en una redada policial en Montevideo en busca de otro botín robado, detuvieron a Ernesto Guzmán, el chofer de Aníbal Gordon. Al requisar el coche, encontraron en el baúl la pintura de Goya y la de Sánchez Coello robadas del Museo de Arte Decorativo de Rosario.
Negocios en 2001
En 2001, y cuando en Argentina ya nadie recordaba los robos de arte, en la sede londinense de la casa de subastas Sotheby´s se presentó una mañana una mujer que dijo llamarse Gabriella Williams y ser alemana. Su acento no parecía de esa nacionalidad, y su aspecto llamaba la atención: llevaba una larga peluca rubia y un traje símil leopardo y cubría su rostro con grandes anteojos. Quería que certificaran la autencidad de un lote de obras que pretendía comprar a un vendedor taiwanés: eran tres obras de impresionistas franceses del siglo XIX. La supuesta alemana contó, para sumar excentricidades, que vivía en Texas y que el dato de los cuadros en venta le había llegado por un amigo que trabajaba en la DEA.
Sotheby´s se puso en campaña, llegó a las telas (que efectivamente estaban en Taiwan y no tenían marco) y cuando chequeó la legalidad del asunto la empresa comprobó que eran tres de las obras denunciadas como robadas la noche de navidad de 1980 en Buenos Aires. Intervino entonces Scotland Yard y un intermediario inglés que a pesar de la persistencia que puso en oficiar de mediador entre el gobierno argentino y el coleccionista taiwanés poseedor de las pinturas, no logró nada. Eran los finales del 2001 y Argentina estaba en llamas.
Un año después, un pianista de Taiwan ofreció las obras a un galerista parisino que recorrió el mismo camino que Sothebys y confirmó que no podía negociar con esas obras. Y nuevamente entró en escena el mediador inglés, obsesionado por las obras. Ratcliffe, que así se llamaba, volvió a insistir al gobierno argentino para que le diera un poder firmado para ir por ellas a Taiwan, decomisarlas y llevarlas a Londres. Fue el principio de un enorme derrotero escandaloso que involucró a varios países, para que finalmente y luego de coimas y vericuetos, las piezas volvieran a la Argentina. Las pinturas de Paul Cézanne, Pierre Renoir y Paul Gauguin fueran devueltas, después de veinticinco años, al Museo Nacional de Bellas Artes.
La ruta del dinero: ¿Cómo llegaron las obras a Taiwan?
La empresa Magister, responsable de custodiar una colección colombiana seis meses antes del robo, tuvo acceso a todo el movimiento del Museo. Los empleados de Magister, del mismo modo que los dueños de la empresa, eran mano de obra de la dictadura dedicada a comercializar los "botines de guerra", pesos pesados como Paladino, Ruffo y Gordon que tanto en dictadura como en democracia se dedicaron a secuestrar, traficar y robar.
Cabe recordar que uno de los cuadros robados al Museo de Rosario de encontró en poder de un integrante de la banda de Gordon, por lo que la participación de estos delincuentes en los robos, directa o indirectamente, es un hecho.
Miembro destacado de esta banda era también Raúl Guglielminetti, quien (en sociedad con Leandro Sanchez Reisse) armó empresas off shore en Florida con el fin de lavar dinero del narcotráfico y del tráfico de armas. Sanchez Reisse, años después, diría en Tribunales que era integrante de la DEA, igual que el hombre que le pasó el dato de los cuadros a la misteriosa alemana de peluca; y fue el único encarcelado por el robo al Museo de Rosario.
Los cuadros habrían llegado a Taiwan y allí aparentemente siguen en manos de un traficante de armas, Yeh Yeo-Hwang, que los habría cambiado a los ladrones argentinos por un arsenal. Es dable pensar que si los ladrones fueron parte de la banda de Gordon, como Guglielminetti, y que éste a su vez de dedicó al tráfico de armas, ese intercambio pasó por sus manos.
También en USA vivía otro lavador del dinero de la dictadura: Miguel Ángel Egea. Tanto Egea como Sanchez Reisse abrieron numerosas cuentas bancarias en paraísos fiscales que hoy, fallecidos los dos, manejan sus esposas: Barbara Franz y Mariana Bosch respectivamente. Cuando la Justicia investigó la relación de Sanchez Reisse con los robos, pidieron se investiguen sus movimientos bancarios y de tarjetas de crédito. En esas cuentas aún duermen decenas de millones de dólares que ellas administran y que son parte de los botines de la banda de la ESMA y de la banda de Aníbal Gordon.
Los robos a los dos museos dejaron un botín valuado en cuarenta millones de dólares. En cuadros primero, tres de ellos en armas después. En algún lugar del mundo aún hay más de veinte piezas de arte que pertenecen al Estado Argentino. O el dinero equivalente que duerme en algún lado a la espera de pagar, por ejemplo, por la libertad de los genocidas presos, como el mismo Guglielminetti.