A la deriva
Nuestro país ha perdido el rumbo hace décadas. Lo sorprendente es el modo en que el argentino medio lo tolera, con la indolencia propia de quien ha perdido no solo la fe sino hasta el alma.
Señala la sabiduría popular que mucho peor que estar convencido de algún hábito maligno es estar acostumbrado a él. Será porque en la inercia de lo cotidiano, de lo no consciente, anidan y crecen las peores perversidades; ahí, ocultas detrás de lo que damos por hecho y ya no cuestionamos, quizá por cansancio o por haber perdido la fe. Algo de eso hay en aquello de la rana que se va hirviendo de a poquito, mientras aumentan la temperatura del agua en la que flota sin darse cuenta.
Algo de ello hay, por supuesto también, en nuestra actualidad argentina.
Nuestro país ha perdido el rumbo hace décadas. De nada sirve buscar culpables puntuales, porque podría afirmarse sin duda que el tamaño de este dislate no podría ser generado jamás por un solo gobierno, sino por la confluencia de toda una élite dirigente que excede, desde ya, el ámbito político. Para haber llegado a esta escena decadente, debieron fallar todos los que han tenido alguna responsabilidad pública: sindicalistas, políticos, empresarios e intelectuales, y, por supuesto, una ciudadanía que, como la rana, se dejó arrastrar por absurdos y tonterías a esta romería de eterno fin de ciclo.
La abulia surca zumbando este enero, al punto de convertirse, de quererlo así, en el famoso “tema del verano”. En las estrofas de la canción sin ritmo se entremezcla el potencial de otro default argento, con el ruido de un lavarropas que hace de licuadora de alcohol barato en la playa, la propagación de una violencia cada día más carente de sentido y las ostentosas vacaciones de funcionarios que han perdido todo pudor. En los estribillos, convergen a coro también los diversos grupos que a lo largo y ancho del territorio se oponen a la minería, la extracción petrolera, la ganadería, la agricultura, el turismo y la industria. Después de propagar su cantinela, se van a tomar una cerveza artesanal todos juntos y a preguntarse con gesto sesudo cómo puede ser que, en un país tan rico, siga aumentando la pobreza. Demencial.
Un amigo sociólogo hace tiempo me dijo que Argentina era un hermoso país para estudiar ciencias sociales, pero desde ya, viéndolo desde afuera. En la práctica se tomó en serio el adagio y salió por Ezeiza. Los que nos hemos quedado dentro forzamos el análisis para encontrar razones. Sin embargo, la razonabilidad se diluye cuando las conclusiones son las mismas que obtuvieron otros, décadas atrás, como en un bucle de tiempo. Ahí es cuando sobreviene la paranoia de estar viviendo dentro de algún tipo de ficción orquestada, como en algún capítulo de la legendaria serie “La Dimensión Desconocida” o “The Truman Show”.
Lo sorprendente de la situación no es que un país se encuentre a la deriva, sin siquiera la confluencia de objetivos comunes básicos, como garantizar la seguridad de la población, la defensa del territorio, la prosperidad económica y la convivencia estratégica en el tablero de naciones, sino el modo en que el argentino medio lo tolera, con la indolencia propia de quien ha perdido no solo la fe sino hasta el alma. Basta observar con atención esa violencia supina que se traduce, a modo de ejemplo, en un joven asesinado de 10 botellazos para robarle una sidra, para obtener una pequeña muestra de esa anomia temible de la que hablaba Durkheim; anomia que cuando se combina con la más abyecta carencia de expectativas de progreso, genera esa explosión en latencia, de la que todos hablamos, pero de la que pareciera nadie ser realmente consciente.
Mientras tanto la dirigencia hace jueguitos al borde del abismo y se espetan como niños, chicanas que perdieron hasta la insolencia, al candor de un país que ya siquiera apunta al iceberg. Parecieran sentirse espectadores, salvo por el hecho que tienen el volante asido a las muñecas. También ellos parecen haber perdido la fe y el alma, y hasta la vergüenza.
Al final, no faltará el lector que me escriba para decirme: “la descripción es muy buena, pero ¿qué hacemos?”. Y no faltará tampoco ese instante en que por dentro piense, como tantas otras veces: “Me lo preguntas a mí, ¿pero vos realmente qué estás dispuesto a hacer?”.
El tiempo dirá.