Mucho se ha discutido respecto al rol que en un gobierno democrático deben tener las fuerzas de seguridad. Puntualmente, cuando las agencias encargadas de hacer cumplir la ley reciben órdenes contrarias a sus disposiciones legales y operativas.

En ese marco, la agresión ilegítima e ilegal sufrida por el fotógrafo Pablo Grillo a manos de un numerario de la Gendarmería Nacional, y la consecuente postura justificando el accionar del oficial por parte de la ministra de seguridad, Patricia Bullrich, volvieron a poner en el centro del debate a quién o qué dispositivo de control deben responder las fuerzas policiales en ejercicio de sus funciones.

En ese sentido, durante largos años se ha puesto el foco en la necesidad que las fuerzas de seguridad respondan a la conducción política de turno para evitar su autogestión. Es decir, que estén subordinadas a las indicaciones y necesidades de un jefe civil alineado a los intereses político-criminales de un gobierno elegido democráticamente y no a los propios intereses operativos o ideológicos de las fuerzas de seguridad.

Esto surgió como una necesidad política e institucional imperiosa en la Argentina post-dictatorial para regular el trabajo de las policías locales, quienes acumularon gran poder discrecional a partir de 1983´cuando quedaron como las únicas agencias estatales que conservaron el poder territorial que tuvieron durante la dictadura, siendo éstas las únicas caras visibles del Estado ante la retracción obligada que tuvieron las demás agencias públicas (educación, salud, desarrollo social, etc.) en el marco del proceso de reorganización nacional del gobierno de facto.

Claro, el problema está en que esto supone que dicha conducción civil, al desarrollarse en democracia, debe estar sí o sí alineada al control de legalidad, constitucionalidad y convencionalidad que obliga a los y las funcionarias públicas a respetar -en el marco de sus funciones- lo que establece la ley, la carta magna y los tratados internacionales suscriptos por la Argentina en materia de seguridad pública y ciudadana.

No obstante, lo cierto es que -muchas veces- las necesidades políticas de los gobiernos van más allá de lo que exige el mandato legal y obligan a las fuerzas de seguridad, justamente por subordinación jerárquica, a no acatar las disposiciones que reglamentan sus lineamientos operativos más básicos: como el hecho de respetar la ley y no generar más violencia que aquella que se intenta prevenir.

En ese contexto, la herida casi mortal que recibió el fotógrafo Grillo no puede ser tomada como un exceso o una falla operativa en el marco de un dispositivo de seguridad ampuloso pero correcto, sino como una consecuencia necesaria de un obrar mal intencionado avalado discursivamente por el poder político bajo el lema:  “el que las hace las paga” (aunque Grillo no la haya hecho ni el gendarme que lo hirió hasta ahora las haya pagado).

Ya son varias imágenes que demostraron cómo personal de la Gendarmería Nacional disparó maliciosamente granadas de gases lacrimógenos de manera horizontal y no a 45° frente a los manifestantes en el Congreso (algo que está prohibido), sin que dichos actos hayan sido reprendidos por los superiores a cargo del operativo a sabiendas de las consecuencias peligrosas de dicho accionar.

Es más, fue tan evidente fue la maniobra que, posiblemente, haya habido tantos gases lacrimógenos disparados como registros fílmicos y fotográficos del accionar, lo que dejó en evidencia la intencionalidad y el mensaje de las fuerzas de seguridad hacia la ciudadanía de cara al futuro.

Sin embargo, este paso hacia el ostracismo ilegal y antidemocrático es el que puede acarrear consecuencias nefastas, tanto políticas como legales, para los responsables de la seguridad en la Argentina. Ello, en tanto se abre inexorablemente el interrogante respecto a quién o a qué dispositivo deben responder las fuerzas de seguridad el día de mañana: Si a un poder político que incita a la violencia pero luego suelta la mano, (tal como el caso del oficial Chocobar que hoy trabaja en una feria artesanal lejos de su trabajo policial), o apegarse a sus reglamentos legales más básicos que obligan a conjurar cualquier acción delictiva sin excesos o, eventualmente, para el caso que los hubiera, demostrando rápidamente su disposición frente a las autoridades judiciales de turno.

Las muertes del 19 y 20 de diciembre de 2001, los casos de Maximiliano Kostecky y Darío Santillán, el docente Carlos Fuentealba y los más recientes como los casos de Rafael Nahuel y Santiago Maldonado resultan hechos reiterados en una joven democracia que todavía se debate entre preferir la vigorosidad de sus agencias de seguridad o exigir el cumplimiento de la ley, cuando los caminos pueden cruzarse y equilibrarse.

A partir de lo expuesto la regla para zanjar este interrogante debería ser simple: las fuerzas de seguridad deben responder a un jefe civil para que su labor se enmarque dentro de los intereses político criminales fijados por el gobierno de turno. No obstante, su operatividad debe estar enmarcada y subordinada a las disposiciones legales que no contraríen la constitución, la ley y las leyes orgánicas de cada fuerza de seguridad.

Esta regla no debe ser tomada como una mirada simplista o permisiva frente a la criminalidad pero sí celosa y rigurosa de los medios que deben ser empleados para enfrentarla.

El éxito de una política criminal no se debe medir por la virulencia de sus medios represivos sino por la capacidad que tengan las agencias que convergen en el crimen para prevenir y disuadir escenarios conflictivos. Algo que el miércoles pasado no sucedió, ni por asomo.