El asfalto de Buenos Aires ardió bajo la represión. Las calles, que tantas veces han sido escenario de la lucha popular, se convirtieron en un campo de batalla donde el miedo y la furia se encontraron en un choque brutal. La tarde, que comenzó con la multitud encolumnada reclamando por sus derechos, terminó en una postal de terror con jubilados gaseados, jóvenes golpeados y trabajadores e hinchas arrastrados hasta los camiones de detención.

La jornada ya estaba marcada por la presencia intimidante de la Policía Federal y la Gendarmería. A las 16:20, los primeros empujones dieron la señal de lo que estaba por venir. Media hora después, los gases lacrimógenos comenzaron a nublar la avenida Callao. La multitud retrocedió con desesperación, pero la trampa ya estaba cerrada. Las balas de goma rebotaban contra los cuerpos de manifestantes que solo tenían banderas y pancartas como escudos. La orden era clara: infundir terror.

A las 17:30, la represión escaló con el avance de camiones hidrantes y motos policiales. Beatriz Bianco, de 87 años, fue una de las víctimas del salvajismo. Un uniformado la empujó con brutalidad y la dejó tendida sobre el asfalto, sangrando. Su pecado: haberse atrevido a levantar la voz por una jubilación digna. En paralelo, Pablo Grillo caía herido de gravedad en la puerta del local de Abuelas de Plaza de Mayo. Los cuerpos en el suelo eran postales de un gobierno que gobierna con la metralla y el miedo.

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Las motos de la Policía, en formación de caza, persiguieron a los manifestantes hasta las calles laterales. En Corrientes, un estudiante universitario fue detenido con violencia mientras intentaba auxiliar a un compañero afectado por los gases. En Rivadavia, un grupo jóvenes con camisetas de futbol fueron arrasados por la brutalidad de las fuerzas de seguridad.

A las 18:00, la represión se convirtió en una emboscada. La gente intentó reagruparse en las cercanías del Congreso, pero el operativo policial cerró todas las salidas. A las 18:20, las sirenas de las ambulancias del SAME se mezclaban con los gritos de los heridos. A las 19:00, las detenciones arbitrarias aumentaban. Los uniformados elegían a sus presas al azar, arrastrándolas a los patrulleros sin identificarse. La ciudad entera se convirtió en una trampa.

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Plaza de Mayo, testigo de tantas luchas, fue el último escenario de la batalla. A las 20:00, las columnas que lograron avanzar hasta allí encontraron un despliegue policial digno de un estado de sitio. Las balas de goma eran disparadas a quemarropa, el agua de los camiones hidrantes quemaba la piel como una advertencia cruel. 

Para las diez de la noche, el humo de los gases lacrimógenos se disipó frente al Congreso. Los estruendos cesaron, las balas de goma dejaron de silbar en el aire y los últimos cacerolazos se apagaron en la madrugada. Quedó el silencio. 

Viaje al centro de la represión: en el país de "no me acuerdo", doy tres pasitos y me pierdo

El saldo: decenas de detenidos, heridos y un mensaje claro desde el gobierno de Milei. No hay espacio para la disidencia. No hay tolerancia para la protesta. No hay lugar para los invisibles, aquellos que siguen peleando por sus derechos en un país donde la pobreza es una condena y el reclamo, un crimen. Hinchas y trabajadores pobres, en un país empobrecido, con jubilados aún más pobres. Y cuando el ajuste duele en las tripas, llega la represión.

Mientras los jubilados siguen cobrando miseria, los trabajadores pierden derechos y los estudiantes ven su futuro desvanecerse, el poder celebra la represión como una victoria. Pero la historia enseña que las heridas de la represión no se cierran con el miedo. Y la deuda, en Argentina, siempre se paga con fuego. “Tengo un dolor aquí, del lado de la patria”, escribió Cristina Peri Rossi en 1973.