Justicia Penal en Santa Fe: jueces técnicos o jueces ciudadanos
Con un amplio consenso nuestra provincia inició hace años una profunda transformación tendiente a constitucionalizar y democratizar el sistema de justicia penal. Ello fue posible, en aquellos tiempos, en base a un acuerdo político e institucional que se manifestó en dos momentos históricos relevantes con gobiernos de distinto signo político.
Apuntamos a desterrar una justicia dominada por una recurrente delegación funcional (constitutiva de la más grave lesión a la independencia judicial interna como garantía del ciudadano), una lógica exageradamente formalista y burocrática que colocó al expediente escrito como actor central y fuente de la cultura del trámite. Una estructura judicial heredada de la colonia y organizada en base a juzgados que, además de confundir los roles propios de las partes y la jurisdicción, exhibió una total ausencia de políticas de persecución penal estratégicas. Los resultados cuali/cuantitativos de ese modelo no fueron peores gracias al esfuerzo de jueces, funcionarios, empleados y abogados.
Por ello, se derogó el modelo normativo de tradición inquisitiva y adoptamos un modelo acusatorio (exigido por la Constitución Nacional), en base a un sistema de audiencias públicas y orales para todos los actos procesales (con la presencia inexcusable del juez y las partes bajo sanción de nulidad), una nítida separación entre las funciones jurisdiccionales y las de gerenciamiento (los jueces integran un colegio y se dedican full time a trabajar de jueces, mientras la organización y gestión está en manos de profesionales no abogados que dirigen las oficinas de gestión judicial), la eliminación del expediente escrito, la organización de un Ministerio Público de la Acusación autónomo y estructurado verticalmente en base a los principios de unidad de actuación y de objetividad y un Ministerio Público de la Defensa autónomo y altamente profesionalizado.
Se inició así el camino para reivindicar el legado iluminista y comenzar a pagar una parte de la deuda constitucional que permitiera recuperar una justicia pública y transparente. Es que el Poder Judicial forma parte de la estructura de gobierno de la sociedad; por ello, sus decisiones (aunque también la de los otros poderes del estado, especialmente la legislatura) son actos políticos, actos de gobierno que, como tales, deben ser públicos, transparentes y racionales. Ello explica también que los problemas que antes quedaban bajo la alfombra ahora queden visibilizados.
A más de siete años de funcionamiento y a pesar de la magnitud de los cambios (no sólo normativos sino especialmente organizacionales y culturales), el balance resultó positivo tanto en términos cualitativos como cuantitativos. Obviamente no estuvo exento de problemas y asimetrías regionales que no pueden imputarse a cuenta de la reforma sino preponderantemente a múltiples prácticas distorsivas, tanto de los operadores del sistema como de los actores de la política. Esos problemas persisten y probablemente en estos tiempos se hayan potenciado.
Es que, lamentablemente, reformas posteriores han socavado la integridad normativa del modelo y, especialmente, limado la autonomía funcional y operativa de uno de sus principales actores políticos criminales encargado de diseñar una política estratégica de persecución penal (el Ministerio de la Acusación), particularmente en una región donde la dinámica de la conflictividad penal está dominada por la proliferación de mercados ilícitos con niveles insoportables de violencia y eslabones sociales poco vulnerables que lucran desfachatadamente a partir de esos fenómenos criminales.
Precisamente por ello, se impone detener y revertir la contrarreforma derivada de un camino legislativo regresivo, que carece de diagnóstico y justificación y parece dominado por razones más latentes que manifiestas. Debemos recuperar la autonomía plena del Ministerio Público Fiscal y la Defensa, a la par de generar herramientas que garantice efectivamente la independencia de los jueces.
Pero, además y especialmente, resulta indispensable favorecer mecanismos de participación ciudadana en un poder que, por ahora, se encuentra monopolizado por profesionales de la abogacía. Y es allí donde aparece la deuda aún pendiente con el reiterado mandato constitucional que exige operativamente la instauración del juicio por jurados populares.
No me propongo ahora abundar sobre la dimensión democrática del jurado. Sí me permito afirmar que ya no quedan pretextos para ser cómplices del histórico incumplimiento con el mandato constitucional. Las antiguas especulaciones (en el sentido de “idea o pensamiento no fundamentado formado sin atender a una base real”) sobre su conveniencia o no, de genealogía inquisitiva, ya han sido rebatidas por las más conspicuas plumas del pensamiento ilustrado; su contemporánea repetición (que el pueblo carece de idoneidad, que no está preparado, que es permeable a la presión mediática, que no cree en el jurado, etc.), ha quedado totalmente descalificada en la actualidad no sólo por la práctica e investigaciones empíricas de los países juradistas sino, de modo superlativo, por la propia experiencia de las provincias argentinas que ya implementaron el juicio por jurados.
Como si fuera poco, los cuestionamientos de orden estrictamente jurídicos vinculados a la motivación de la sentencia o al derecho al recurso han quedado en los registros del pasado ante la contundencia de la doctrina judicial del TEDH (caso Taxquet vs. Bélgica, 2010), de la CIDH (caso VPC y VRP vs. Nicaragua, 2018) y de la CSJN (caso Canales, 2019). Ya no quedan excusas, más si se repara en el escaso impacto presupuestario de tamaña inversión republicana y democrática.
El 26/07/2018 la Cámara de Diputados de la provincia dio media sanción a una ley de juicio por jurados populares producto de un profundo debate y un amplio consenso político. Un proyecto que garantiza los mejores estándares del jurado clásico y que ha sido reconocido por los expertos por su calidad técnica e institucional. Lamentablemente, el proyecto no fue tratado por la Cámara de Senadores y perdió estado parlamentario. El 7 de noviembre de 2019 la Cámara de Diputados nuevamente dio media sanción por unanimidad a dicho proyecto. Una vez más, el tratamiento y debate fue eludido en Senadores y una vez más el proyecto perdió estado parlamentario.
El Senado de la provincia debe exteriorizar si tiene voluntad política de habilitar la participación de los ciudadanos en la justicia o si lisa y llanamente se opone a ello. El debate hace a la democracia, pero tamaña iniciativa institucional merece cuanto menos una discusión que permita conocer razones o cuestionamientos.
Es imprescindible asumir esa deuda pendiente para garantizar la natural participación del pueblo en ese trascendente acto de gobierno que es el ejercicio del poder punitivo, asegurar el principio de igualdad republicana, consolidar el sentido de la responsabilidad ciudadana, desmitificar el derecho y, especialmente, contar con un instrumento superlativo para neutralizar la amenaza de distorsión y burocratización del modelo acusatorio propio del Estado Constitucional de Derecho. No hay razones manifiestas para eludir ese debate.