A la enésima estrategia de control de precios lanzada por el kirchnerismo la denominaron “Precios Justos”. La táctica, liderada por el Secretario de Comercio, Matías Tombolini, y apadrinada por el Ministro de Economía, Sergio Massa, viene después de más de 10 años de “Precios Cuidados”, casi 20 años de “Tarifas Congeladas” y 4 años de un dólar oficial muy por debajo de su análogo en el mercado paralelo.

Originalmente lanzado en noviembre del año 2022, el objetivo del programa “Precios Justos” era “lograr la estabilidad de los precios de productos esenciales que consumen los hogares argentinos”, mediante el congelamiento de 1.788 artículos de la canasta básica en 2.500 puntos de venta en todo el país.

A juzgar por los datos, la estrategia ha fracasado nuevamente. En noviembre de 2022 la inflación mensual terminó dando 4,9%, mientras que la anual ascendió a 92,4%. Sin embargo, de acuerdo con los últimos registros, los precios se aceleraron al 6,6% mensual en febrero, y la inflación anual trepó al 102,5%.

Ahora bien, al margen del tema coyuntural, qué tal si pasamos a la idea de fondo que subyace al título del programa del gobierno. Es que, si el gobierno propone instalar precios justos, está presuponiendo que los precios libremente establecidos en el mercado, antes de que llegue su mano interventora, carecían de justicia. Así las cosas, los precios del mercado serían injustos, e implicarían algún tipo de juego de suma cero en la relación comercial, mientras que los precios del gobierno serían justos, dando a cada parte de la transacción aquello que le corresponde legítimamente.

¿Es esto así? La respuesta es largamente negativa y tiene al menos cinco siglos de análisis en la historia del pensamiento económico. Es que ya en los siglos XV y XVI, los pensadores de la Escuela de Salamanca, un grupo de distinguidos profesores, principalmente teólogos pero que incursionaron en terrenos tan amplios como la justicia, el derecho y también la economía, se habían preocupado por reflexionar acerca de la justicia de los intercambios comerciales.

Existe el consenso, entre los estudiosos actuales de dicha escuela, que ya en esa época el precio considerado “justo” no era el que definía el gobierno. Los precios tampoco tenían relación con las características intrínsecas de la cosa intercambiada, ni con su costo de producción. El precio justo era, en cambio, aquel que se alcanzaba libremente en el comercio.

Para Marjorie Grice-Hutchinson, historiadora del pensamiento económica, muchos escolásticos compartían una teoría subjetiva del valor y uno de sus autores, Luis Saravia de la Calle, negaba “con especial vehemencia, que el costo de producción tuviera siquiera algún rol que jugar en la determinación de los precios”

La autora sostiene que otro subjetivista extremo era Diego de Covarrubias, quien afirmaba que “el valor de un artículo no depende de su naturaleza esencial, sino de la estimación de los hombres, incluso cuando esa estimación pueda resultar tonta”. Complementaba esta idea con el ejemplo del trigo que, siendo “de la misma naturaleza”, costaba distinto en España que en las Indias, producto de la estima distinta de los consumidores.

Para Covarrubias, el precio justo no dependía del costo de producción o adquisición de un producto, sino más bien del valor de mercado que dicho producto tenía en el lugar donde se vendía. Los precios son bajos donde los compradores son pocos y los vendedores son muchos, mientras que éstos suben cuando ocurre lo contrario, destaca Grice-Hutchinson.

Quien es considerado fundador de la Escuela, Francisco de Vitoria, sostuvo en su momento que si “según la estimación común, una medida de trigo vale cuatro piezas de plata, y alguien la compra por tres piezas de plata, estaría haciendo un daño al vendedor, porque la estimación común es que vale cuatro piezas de plata”. 

Lo mismo podríamos decir hoy de un precio fijado por el gobierno por debajo de su valor de mercado. Si –gracias a las regulaciones gubernamentales- pagamos $ 500 lo que vale $ 700, nuestro beneficio como consumidores ocurre conjuntamente con el perjuicio de los productores. Y dicho esquema no puede ser duradero. Ni tampoco muy justo.

Volviendo a Saravia de la Calle, este profesor escribió que “aquellos que miden el justo precio por el trabajo, los costos, y el riesgo incurrido por la persona que comercia la mercancía o la produce, o por los costos de transporte o los gastos de viaje (…) están en un gran error, y lo están más aquellos que permitirían una cierta ganancia de un quinto o un décimo. Porque el precio justo surge de la abundancia o escasez de las mercancías, mercaderes, y dinero, como se ha dicho, y no de los costos, trabajo, y riesgo (…) El precio justo no se encuentra sumando costos sino por estimación común”.

Lo que anticiparon en los siglos XVI y XVII los profesores de la Universidad de Salamanca, en España, es hoy parte del cuerpo central del análisis económico. Los precios de mercado son considerados justos porque se acepta la idea de que siempre que existe una transacción, cada persona está valorando más lo que recibe que lo que entregó a cambio. Y nadie ajeno a dicha transacción está en condiciones de evaluar la justicia del intercambio más que quienes efectivamente la llevan a cabo.

Claro que siempre el comprador preferirá comprar más barato. Pero –análogamente- siempre el vendedor preferirá vender más caro. En una transacción voluntaria en el mercado ese dilema se resuelve. Si existe transacción, es porque ambos llegaron a un acuerdo, y ese acto es, por lo tanto, justo –al menos para los únicos a quienes dicha justicia debería importar: comprador y vendedor.

Ahora claro, no vamos a negar que en la Argentina actual los precios suben “por el ascensor”, mientras los salarios suben “por la escalera” como alguno, alguna vez, observó. 

Pero la culpa de esta situación no la tienen los comerciantes, ni los productores ni los distribuidores. Los responsables son los que emiten la moneda, que crean excesivas cantidades y por tanto reducen su valor. 

Curiosamente, de este tema también fueron ampliamente conscientes los doctores de Salamanca. Es una pena que cuatrocientos años después, el gobierno argentino insista en el error y demuestre no entender cuestiones fundamentales que hoy muy pocos discuten.