"Soy un empresario. No tengo nada que ver con la negrada. No voy a negar que crecí con la violencia", repetía Andrés “Pillín” Bracamonte.

Después de 28 balazos en su cuerpo, minimizaba la posibilidad que lo podían matar. Como si fuera el Facundo inmortalizado en el poema de Borges que creía que al asomarse por la puerta del carruaje, los matadores huirían ante su figura. En la noche del sábado 9 de noviembre de 2024, “Pillín” tuvo su Barranca Yaco.

El único líder de un barrabrava que permaneció en el poder de un equipo de primera división durante treinta años consecutivos. No pasó ni en Boca, River, Independiente, Racing, San Lorenzo, Huracán o Ñuls. Cuando lo mataron a Roberto “Pimpi” Camino, el legendario jefe de la barra leprosa, despedido por casi un millar de personas en Barrio Municipal de Rosario, aquel epílogo inició una seguidilla de casi dos decenas de fugaces líderes de la tribuna del Parque Independencia. Interna eterna que sigue hasta el presente.

Pero la cancha chica del fútbol sintetiza los negocios y las lógicas de la cancha grande de la realidad. Ser jefe de barras es ser portador de un poder único: seiscientas personas que pueden matar o morir por lo que diga el jefe. No hay poder semejante en los partidos políticos actuales. “Pillín” se convirtió en el referente de uno de los cuatro grupos que a fines de 2012 manejaban el narcomenudeo rosarino. “Los Monos”, en la zona sur; Luis Medina, en el oeste; Esteban Alvarado en el centro y “Los pillines” en el norte de la ex ciudad obrera.

Si el asesinato de Claudio “el Pájaro” Cantero, del 26 de mayo de 2013, inició el proceso de venganzas y luchas letales por los territorios, el de “Pillín” puede generar algo parecido o peor que se sufrirá en el club, la tribuna y la cancha grande de la realidad rosarina. Parece terminar el paréntesis de disminución de homicidios del cual tanto se ufanaba tanto el gobernador Maximiliano Pullaro como la Ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich.

Más allá de las investigaciones de la fiscalía actuante, las primeras informaciones hablan de zona liberada, corte de luz, muchachos jóvenes que parecían esperar la orden para saber dónde esperar la camioneta en la que venía Bracamonte.

Pillín también tenía relaciones con proveedores históricos del estado santafesino, inversores inmobiliarios en la zona de Andino, dirigentes gremiales y muchos policías. Tenía causas abiertas por violencia conyugal y potencial lavado de dinero.

En las primeras horas del domingo 10 de noviembre, en Arroyito ya se hablaba que nada sería igual de ahora en más, ni en el club ni en el barrio, mientras que en otros puntos del mapa rosarino aparecía la monotemática explicación que “Los Monos”, por fin, tenían ambas barras en sus manos.

Desde hacía tres años los últimos intentos de asesinato sufridos por Pillín parecían tener orígenes diversos y hasta con conexiones internacionales. Cualquier fantasía hoy está habilitada. 

Desde el dinero del primer pase de Di María a ganar licitaciones para obras públicas y comida para hogares de ancianos; desde su acompañamiento por horas en el sepelio del “Pájaro” Cantero a sus visitas a Alvarado en las cárceles de Buenos Aires; desde colombianos amigos en campos de Andino a droga “mexicaneada”; serán aspectos que terminarán de conformar un mito contemporáneo rosarino.

Pero la cuestión, como siempre, está más allá del personaje. 

“Pillín” era la expresión individual de un fenomenal flujo de dinero que siempre está vigente a través del fútbol, la violencia, el narcotráfico y los nichos corruptos del estado. 

El asesinato de Bracamonte, en definitiva, es una nueva postal de la parábola de la ciudad que supo ser el corazón del segundo cordón industrial más importante de América del Sur y que se convirtió en un paraíso de lavado de dinero, mano dura siempre para los de abajo e impunidad para los delincuentes de cuello blanco.