En el marco de la pandemia del Covid-19 y bajo la vigencia del único instrumento de control conocido que es la cuarentena, tomo cuerpo la discusión acerca de la necesidad de universalizar ingresos. La razón es simple. Con la población recluida se produce un shock simultáneo de oferta y demanda, donde se desploman ingresos y se paraliza la producción con la sola excepción de ciertas actividades esenciales, y se coloca a la economía bajo las condiciones de una espiral depresiva. En concreto, la cuarentena interrumpe en una importante medida las condiciones de reproducción del capital. Es por esta razón que hasta los más conspicuos neoliberales apelan (con cara de póker y resignación) a la necesidad de la intervención del Estado para intentar ponerle un piso a la espiral depresiva.


También, esta interrupción en el ciclo de los negocios es la explicación de la resistencia de los grandes capitales y sus voceros a la extensión de la cuarentena y la razón por la que una y otra vez se plantea la falaz discusión entre la economía y la salud. Falaz ya que la verdadera contradicción es entre la salud pública y la economía capitalista. A punto tal que en aquellos países que, desde posiciones extremas, pretendieron sostener el pleno funcionamiento de los capitales, los resultados fueron (aún lo siguen siendo) verdaderas catástrofes sanitarias (Estados Unidos y Brasil son ejemplos claros de esta situación). Pero falacia que puede ir ganando adeptos en tanto y en cuanto la cuarentena también agiganta las desigualdades colocando en el centro del debate la cuestión de que el sistema económico ya no genera los ingresos que posibiliten la reproducción de las condiciones de vida. Aspecto este que se hace más extremo cuanto mayor es la informalidad laboral de la economía. En nuestro país, donde la sumatoria de los desocupados, los trabajadores no registrados y quienes viven de la changa representan más de la mitad de la población laboral, los más de cien días de reclusión producen estragos. Por esa razón, es que entendemos que la intervención más relevante del Estado en estos contextos es sostener un ingreso universal, durante el tiempo que dure la emergencia sanitaria, como la única medida que puede desligar la reproducción de las condiciones de vida del funcionamiento del sistema económico. No hay forma de preservar la salud de nuestra comunidad si no garantizamos, que aquellos que no tienen asegurado un salario todos los meses, puedan tener un ingreso suficiente para vivir.

  
La propuesta que formulamos en este marco consistió y consiste en garantizar un salario equivalente al salario mínimo, actualmente de $17.000 para el conjunto de la población de entre 18 y 65 años (excepto para aquellos que tienen garantizado un salario por el sector público o privado), y complementarlo con la efectiva universalización de la asignación universal por hijo, que incorpore a toda la población menor de 18 años, a través del pago de $4.000 de manera tal que el conjunto de hogares en la Argentina atraviese la pandemia con una garantía de ingresos equivalente a la línea de pobreza. Ambas iniciativas, la asignación por hijo junto con un salario universal, conformarían una renta básica universal de emergencia.


​En relación con lo que hoy existe se requeriría entonces de dos arreglos fundamentales del esquema de política social: 1) en primer lugar, aumentar la asignación por hijo a $4.000, incorporando a los cerca de dos millones de chicos que no perciben una asignación por hijo y equiparando valores de otros dos millones incluidos en los sistemas provinciales y municipales, y, 2) instituir un salario universal e incondicional, que en la práctica unifique y mejore el conjunto de programas condicionados de ingresos hoy vigentes destinados a la población informal y desocupada, haciendo extensiva la cobertura al universo de la población potencialmente activa.
El gobierno nacional percibió esta situación y viene realizando importantes avances para alcanzar a vastos sectores de la economía informal pero no logra deshacerse de un conjunto de obstáculos que le plantean los instrumentos tradicionales utilizados. Por fuera del sostenimiento de los salarios y puestos de trabajo por la vía del ATP a 2,3 millones de trabajadores, la batería de políticas de transferencia de ingresos a la población sin empleo registrado se centró básicamente en tres instrumentos: el ingreso familiar de emergencia (IFE), la asignación universal por hijo (AUH) y la tarjeta alimentaria. El primero alcanza a 8,9 millones de personas, el segundo a 2,4 millones y el tercero a 1,5 millones. La cobertura total, sin embargo, no resulta de la suma de las cantidades enumeradas, sino que siguen siendo los nueve millones, de los cuales algunos perciben AUH y de éstos algunos, tarjeta alimentaria. Si recordamos que en la inscripción inicial del IFE se develó que más de 12 millones de personas manifestaron necesitar un ingreso extra, cuestión que además se corrobora en una estadística que a finales del 2019 arrojaba un cuadro laboral con cerca de 11 millones de trabajadores sin ingresos o con ingresos informales o registraciones de subsistencia, salta a la vista que todavía persiste un núcleo importante de la población sin garantía de ingresos.

Los programas de transferencia condicionados de ingreso vienen arrastrando hace años este tipo de limitaciones en la capacidad de cubrir a la población pobre que es a la que se supone que intentan alcanzar, problema este al que se suma el monto de infra subsistencia otorgado. En el mejor de los casos, una familia tipo que accede al IFE, a la AUH y a la tarjeta alimentaria logra cubrir la mitad de una canasta básica ($22.600 vs. $42.000). La causa principal de la insuficiente cobertura es un diseño común que repite criterios de focalización tomando como unidad a los hogares lo que significó, por ejemplo, que una parte importante de los rechazos del IFE tuvieran origen en la condición laboral de sus convivientes sumado a las demoras burocráticas para la verificación de los datos del grupo familiar en tiempos de emergencia.


Desde hace unos días el AMBA volvió a ingresar a una fase de endurecimiento en las condiciones del ASPO. La importancia de esta región que en poco territorio concentra el 35% de la población, más del 55% de la población económicamente activa y al 48% del producto a nivel impide pronósticos apresurados de recuperación efectiva de la actividad económica por más que la mayor parte del territorio ya se encuentre transitando hacia una nueva normalidad. En tanto el AMBA no se recupere, la economía no podrá recuperarse. Por esta razón, ratificamos y renovamos, más imperiosamente que antes, la necesidad de hacer efectiva la garantía de ingresos para que se transite la emergencia con el menor sufrimiento social posible. Una medida como la Renta Básica Universal en la emergencia, que como tal sea universal (no focalizada), individual (no por hogar), suficiente (no de infra subsistencia) e incondicional (sin contrapartida laboral ni condicionalidades) es posible y necesaria porque es la única capaz de ofrecer una contención social efectiva. Con sólo hacer el ejercicio de imaginarnos el efecto de la irrupción de la pandemia del Covid-19 sobre otro marco de políticas públicas con redes universales para la garantía de ingresos nos alcanza para comprenderlo. Y lo más alentador es que hoy existen recursos disponibles para financiarla durmiendo en las cuentas bancarias del grupo selecto de millonarios. La AFIP dispone de la información de 32 mil de ellos, quienes declaran tener cerca del 70% de sus patrimonios fuera del país. También se dispone de numerosos indicios sobre la evasión o subdeclaración de rentas lo que permitiría aplicar un procedimiento extraordinario bajo el criterio de patrimonio y renta presunta sobre la facturación de las grandes empresas y principales. Lo que queremos resaltar es que la principal excusa para no avanzar en el sentido de una renta universal suele consistir en señalar el elevado costo fiscal en el que se incurriría. Sin embargo, el costo adicional por sobre lo que hoy se destina en políticas de ingresos durante la emergencia es cercano al 3% del PBI anual, con lo cual un impuesto a la riqueza permitiría financiar casi once meses de renta básica garantizada con efectos neutros en materia de déficit presupuestario.

Pero no solamente es la mejor contención social para la crisis y la emergencia. Esta Renta Básica debiera sostenerse al momento de afrontar una post pandemia que se proyecta con serias dificultades. Si el comercio mundial no logró nunca recuperar su dinamismo luego de la crisis del año 2008 /2009, es bastante difícil imaginar una recuperación rápida e importante de la economía internacional a la salida de la pandemia.
 
Resulta entonces una buena oportunidad para repensar las opciones de salida de una crisis que en nuestro país lleva más de dos años, pero la precede un largo estancamiento económico y un grave deterioro social y del mercado laboral. Para ser precisos, la salida no puede consistir únicamente en alentar el crecimiento económico si somos conscientes que el contexto económico y social actual no es sólo efecto del bajón de la pandemia, que los cuatro años de gestión de Cambiemos fueron determinante en el agravamiento y que a su vez el macrismo profundizó muchos de los problemas no resueltos hace décadas en la Argentina.  Por lo tanto, no se trata sólo de evaluar los mejores incentivos económicos para alentar la inversión productiva sobre un ordenamiento al que ya le conocemos sus límites, sino generar modificaciones fundamentales. Más aún, si la opción exportadora de la Argentina se ve restringida en un mundo que pronostica una caída del 5% y prevé recuperaciones lentas para los próximos años, el papel del mercado interno con la capacidad ociosa disponible aparece como una vía fundamental para recomponer el funcionamiento de la economía. Para esto sostener la Renta Universal cumple con la función de mejorar el poder adquisitivo de la población e inducir la puesta en marcha de la capacidad instalada.
 
Mas allá de lo expuesto, podemos señalar al menos dos secuelas que dejará la pandemia impresas en un período de posterior “normalidad”: 1) Una es un reconocimiento ya ineludible señalado hace tiempo por la agenda feminista que tiene que ver con reconocer el carácter laboral de las actividades de cuidado y su centralidad en las economías capitalistas, y 2) el adelantamiento del avance tecnológico en ciertos procesos de trabajo, que estaban en curso con anterioridad, pero que por los efectos del confinamiento social han acelerado y provocado saltos cualitativos que junto con pronósticos de crecimiento lento podrán tener consecuencias nocivas para el cuadro laboral de desocupación e informalidad laboral.
 
¿Cómo articulan estas dos cuestiones con la propuesta de una RBG y del salario universal en particular? Y aquí aparecen otras funciones que dispone la renta básica o instrumentos que garanticen acceso universal a los ingresos, además de la vinculada a los paliativos sociales, que intervienen directamente en la cuestión del empleo. Comenzando por lo señalado respecto al trabajo reproductivo, hay que resaltar que luego de la experiencia de la pandemia, ya no deberían quedar más dudas acerca de la función productiva que tienen las tareas de cuidado en las economías que mayormente están a cargo de los cuerpos y sensibilidades de las mujeres. Históricamente, el feminismo viene señalando que la forma salarial moviliza no sólo trabajo asalariado sino también otras formas de trabajo tanto o más explotadas puesto que no reciben ingreso alguno como contrapartida, dotadas de un estatus inferior para las formas canónicas del trabajo, sobre las que se inscriben además asimetrías de género.  La intensificación de estas actividades reproductivas y de cuidado durante los últimos tres meses, dentro del hogar o en espacios comunitarios que, junto con el sistema sanitario, se convirtieron en los espacios más dinámicos de la economía en un sentido amplio, revelaron la naturaleza pública del cuidado como trabajo y como derecho. La jerarquización social de esta actividad tan central para la vida y el funcionamiento económico no puede estar librada a las posibilidades o decisiones privadas de los hogares.
 
En este sentido, creemos que una pos pandemia en clave de bienestar social que asuma las derivaciones más salientes de la etapa actual puede estar signada por el sostenimiento de una parte del salario universal de manera incondicional como el primer paso para avanzar en una red pública de cuidados de manera de generar una validación económica del trabajo reproductivo. Así como durante la emergencia sanitaria del Covid-19 el salario universal debe ser equivalente al salario mínimo teniendo justificada la incondicionalidad conforme las dificultades para insertarse en el mercado de trabajo, la vuelta al mismo debe sostener una parte de este (deberíamos discutir como sociedad si corresponde asociarlo con la línea de ingresos equivalente a la indigencia, hoy de $5.800, o a la de pobreza, de $14.000, para una persona adulta que establece el INDEC) como reconocimiento de ingresos a la población activa por sus tareas reproductivas. Lógicamente un razonamiento de este tipo deja sin sentido hablar de prestaciones condicionales o incondicionales puesto que se trataría sencillamente de generar un reconocimiento en ingresos de trabajo que ya se realizan. Por cierto, también implica una decisión respecto a cuál es el umbral de dignidad que para su desarrollo social pretende establecer nuestra sociedad.
 
La segunda cuestión evidencia un problema de más largo aliento que tiene que ver con la incidencia del avance de las nuevas tecnologías en los procesos de trabajo, que lógicamente en nuestro país tiene manifestaciones particulares, aunque también se evidencian fenómenos generales como los de polarización de la fuerza de trabajo (un grupo selecto de trabajadores muy calificados, de altos salarios, apuntalados por las nuevas tecnologías y el resto atravesado por procesos de descalificación  y subordinación a las tecnologías), automatización en algunos sectores (de las tareas rutinarias y de complejidad media que deriva en desempleo tecnológico o subempleo) y  caída salarial y precarización laboral. Ahora bien, una de las secuelas de la pandemia es la abrupta reconversión de sectores productivos enteros o de procesos de trabajo particulares que tuvieron que adaptarse a las circunstancias restrictivas para la circulación y la concentración de personas para lo cual intensificaron el uso de la tecnología, profundizando el uso de los medios de conexión y minimizando el uso y la inversión en capital fijo. Si bien algunas modalidades de producción y trabajo pueden retornar al momento anterior a la pandemia está claro que el presente está funcionando como un laboratorio social para marcar una trayectoria en la relación trabajo-tecnología.
 
En cualquiera de las alternativas la regla que aceleró la pandemia parece ser la reducción de requerimientos de empleo por unidad de producto (así sea a través de la sobrejornada del teletrabajo) que en un contexto que vaticina una caída del -9% para este año y una recuperación de apenas el 4% para el próximo 2021 para América Latina (según proyecciones del FMI) puede agravar aún más el ya deteriorado cuadro laboral.
 
Nuevamente la renta básica como piedra angular de un dispositivo de regulación económica más complejo puede tomar la forma de garantía de ingresos de acceso universal a distintos grupos de la fuerza de trabajo en el marco de un programa de empleo y formación garantizado ¿cómo? Integrando a la población que desee sostener el nivel del salario mínimo, luego de la emergencia, en circuitos de trabajo y formación de manera de movilizar fuerza de trabajo para satisfacer necesidades diversas de las comunidades como el acceso a la infraestructura básica social, a instancias de formación, a una red de cuidado comunitaria y distintos bienes y servicios con el fin de ir completando la grilla de garantías sociales. Para ello es indispensable la conformación de un Área Pública y Social con participación de las experiencias autogestivas. Para conservar el carácter universal resulta indispensable que la inscripción sea abierta, de carácter permanente, sin restricciones ni incompatibilidades.
 
De esta manera, el salario universal que durante la emergencia aseguraba un salario mínimo de carácter incondicional, podría en la post pandemia sostenerse validando socialmente el trabajo reproductivo y estableciendo un umbral de dignidad social. A la vez propiciamos, para la salida de la Emergencia la creación de un nuevo instrumento denominado Salario Social de Empleo y Formación (SSEyF) equivalente al salario mínimo, vital y móvil -que absorbería el salario universal- en el caso de todos aquellos que se incorporen a un Programa Público de Empleo y Formación asociado con una mayor calificación de la fuerza laboral y con el desarrollo de actividades vinculadas con la resolución de necesidades básicas insatisfechas.
 
En síntesis, proponemos garantizar un piso mínimo de ingresos para todos los hogares que se lograría a través de una renta conformada por la AUH y el salario universal. Ambos instrumentos garantizarían para una familia tipo ingresos por $42.000. A la vez, con la puesta en marcha del SSEyF volvemos a establecer un salario mínimo, vital y móvil de referencia, cierta y real en el mercado laboral argentino terminando con la situación actual donde el 40% de los ocupados ganan menos que el piso salarial establecido.