En medio de los festejos, tras haber obtenido más del 55% de los votos, el flamante presidente electo Javier Milei pronunció las siguientes palabras: “No venimos a inventar nada, venimos a hacer las cosas que la historia ha demostrado que funcionan (…) lo mismo que hicimos en el siglo XIX en nuestro país, lo mismo que hicieron países como Irlanda. Venimos a abrazar las ideas de la libertad”.

Esta declaración probablemente haya abierto una incógnita en aquellos que buscan algo de certidumbre en el contexto actual: ¿Qué es lo que hizo Irlanda y qué podemos aprender de este caso?

Hasta mediados del siglo XX Irlanda fue un país agrícola, avocado principalmente al cultivo de la papa. En 1840 la isla sufrió una de las peores crisis alimentarias de la historia moderna occidental: La Gran Hambruna, hecho que terminó con la vida de más de un millón de personas y provocó la emigración (principalmente a Estados Unidos) de un tercio de la población.

Su independencia de Gran Bretaña en 1921 y la gran depresión del 29’ la empujaron al desarrollo de un sistema de proteccionismo extremo en busca de la autosuficiencia. Bajo este régimen, la tasa de crecimiento promedio de la isla en 1950 fue de tan solo el 2%, en contraste con el 5,5% promedio del resto de Europa occidental. El deterioro económico se reflejaba en una masiva emigración de jóvenes que buscaban evitar un futuro irremediablemente atado al trabajo agrícola en su propia tierra.

Fue a partir del año 1959 cuando el nuevo Premier Sean O’Kelly puso en marcha un plan de liberalización paulatina de la economía. Primero estableciendo Zonas de Libre Comercio en donde empresas extranjeras podían establecerse pagando bajos impuestos, importar bajo aranceles reducidos y exportar con ciertas facilidades impositivas, principalmente al Reino Unido.

La incorporación de Irlanda a la Unión Europea en 1973 llevó a una apertura aún mayor del comercio exterior, pero el gran cambio tuvo lugar en 1987. A partir de la crisis del petróleo el país insular se vio sumido en un proceso inflacionario causado por políticas fiscales expansivas financiadas con presión impositiva y aumento de la deuda pública. Ante esta situación, el nuevo Premier Charles Haughey se vio obligado a consensuar un programa de ajuste fiscal con los partidos de oposición y la población general, a fin de garantizar “la supervivencia económica de Irlanda”. 

Con el objetivo de equilibrar el presupuesto se recortaron gastos gubernamentales, se redujeron los gastos en salud (6%), educación (7%), transporte, vivienda y defensa (11% en promedio). Finalmente se acordó implementar un programa de flexibilización laboral con el objetivo de reducir el empleo informal en el sector agrícola y generar una transferencia hacia sectores industriales.

El resultado de cara al siglo XXI fue: una economía gradualmente liberalizada que logró la atracción de inversión extranjera directa de compañías tecnológicas e industriales que buscaban un entorno de baja presión fiscal y cercanía con la Unión Europea. Un Estado reducido y con baja injerencia en las decisiones del sector privado y, con la incorporación a la Zona Euro en 1995, la eliminación total de la inflación.

Entre 2013 y 2022 el PBI de Irlanda creció, en promedio, un 9% anual. En 2020, año en el que la mayoría de los países vio reducida su producción debido a la pandemia, alcanzó un crecimiento récord del 6,2 (datos del Banco Mundial). El desempleo en 2022 registrado por la OIT alcanzó su punto más bajo desde el 2002 (4,4%) y su PBI per cápita duplica al de Alemania y casi cuadruplica al de España.

Si bien no hay recetas mágicas y cada economía es única, el caso irlandés debe ser tenido en cuenta al momento de emprender el camino hacia la liberalización económica. El factor político es fundamental y la construcción de consensos cívicos y partidarios no puede ser desestimada para lograr una inserción inteligente a la economía mundial.